Es indudable que la
obra de Shakespeare y su enigmática personalidad continúan inalterables,
como una esfinge cuyo misterio se resistiera a ser desvelado.
“Es una alta
montaña con un volcán en la cumbre, pero con pulidas ciudades y
cultivadas campiñas en la ladera… ¡Y, además, tan alegre!”
Muy de
tarde en tarde la Humanidad se ve favorecida por la aparición de un ser
excepcionalmente dotado para el arte, la virtud o el saber; y este
chispazo providencial, producido en un cruce del espacio y el tiempo,
puede trazar una parábola de luz a lo largo de la Historia.
Pero,
como suele suceder con los grandes genios, las más brillantes alabanzas
suelen ser precedidas por furibundas diatribas. En el caso de nuestro
autor, el siglo XVIII, que se caracterizó por su extremada rigidez
preceptiva, le criticó sus continuos “atropellos” a las unidades
aristotélicas de acción, en tiempo y lugar. Posteriormente, en el siglo
XIX, las críticas tomaron una dirección diferente. La moda del análisis,
del racionalismo a ultranza, influyó para que Shakespeare, y también
Homero, fueran sospechosos de no haber sido los auténticos autores de
sus obras. Pero, aparte de estos y otros ataques, bastante ignorados hoy
en día, es indudable que la obra de Shakespeare y su enigmática
personalidad continúan inalterables, como una esfinge cuyo misterio se
resistiera a ser desvelado. Este hecho, por otra parte, no hace sino
confirmar el valor atemporal de su figura e indicarnos que los grandes
genios serán siempre ensalzados o sepultados en la ignominia, pero nunca
juzgados con plácida indiferencia.
Shakespeare y su época
En
la Edad Media el término “tragedia” designaba un cambio dramático en la
acción, un recorrido gradual desde la prosperidad hasta la desdicha,
finalizando con la miseria y la muerte. En la época de la reina
Elizabeth y Jacob I, una obra solamente requería un final desgraciado
para ser considerada como tragedia. Pero, ante las obras de Shakespeare,
advertimos una trasgresión de las reglas dramáticas de la época para
conseguir una visión trágica que, aunque difiere en muchos aspectos del
modelo griego, ha tenido una gran influencia en la civilización
occidental.
La tragedia de Shakespeare es, a grandes rasgos, la
historia de un personaje, el héroe. A veces son dos, el héroe y la
heroína, aunque esto es más común en las tragedias que giran en torno al
amor. La obra se desarrolla hasta llegar al punto culminante, que suele
coincidir con la muerte del héroe, no una muerte repentina que ocurre
por accidente, sino que esta es el resultado final en una espiral de
sufrimientos y calamidades, elementos esenciales de la tragedia y
generadores de emociones trágicas, tales como la compasión.
Para el
hombre medieval, un brusco revés de fortuna en un hombre feliz, de
elevada posición social, era un acontecimiento trágico que solía
despertar un sentimiento de temor, pues implicaba que el hombre se
hallaba en manos de un poder superior llamado Fortuna, que gobernaba su
destino por completo. En este sentido se encuadran las tragedias de
Shakespeare, que siempre afectan a individuos de relevancia social o
política, como reyes, príncipes o aristócratas.
En relación con la
acción como conflicto, podemos decir que, normalmente, implica a dos
personas, siendo el héroe una de ellas. Hay un conflicto externo entre
personas o grupos, pero también un conflicto de fuerzas en el interior
del héroe, tales como el deseo, la pasión o la venganza. No son, por
tanto, extremadamente virtuosos, pero sí seres excepcionales.
El
mundo trágico de Shakespeare es un mundo de acción, y acción es el paso
del pensamiento a la realidad. Los personajes siempre intentan llevar a
cabo sus propias ideas, pero lo que consiguen finalmente no es lo que
habían planeado. La acción humana es, por tanto, el elemento central de
la tragedia, así como graves defectos que han hecho nido en la
personalidad del héroe: indecisión, orgullo, simplicidad, ambición
desmedida, etc. Estos serán, en conjunto, los elementos que funcionen
como catalizadores y provoquen la catástrofe final.
Podemos tomar
como ejemplo una de las tragedias más conocidas de Shakespeare: Hamlet,
príncipe de Dinamarca. El tema principal de esta tragedia es la venganza
de Hamlet por la muerte de su padre, el rey, cuando descubre, gracias a
la aparición de un fantasma, que este ha sido asesinado por su tío
Claudio.
El príncipe se siente ansioso por vengar a su padre y su
locura fingida es parte de su plan, pero luego, empieza a pensar
demasiado y a dudar sobre la veracidad de la aparición espectral. Más
tarde, sus dudas empiezan a disiparse y es entonces cuando estalla un
conflicto interno en el alma del héroe. Sus monólogos expresan su
obligado silencio; su soledad es un ámbito abrumador y hostil. En el
soliloquio que cierra el segundo acto, donde Hamlet ha preparado la
representación de la muerte de Gonzalo, inspirada en la muerte de su
propio padre, comprende que toda esa pantomima no es más que una forma
de ocultar sus dudas; se insulta a sí mismo, se considera carente de
voluntad. Reclama venganza, pero, al mismo tiempo, reconoce su
indecisión, llegando a pensar en el suicidio, si no fuera porque, como
él mismo advierte, las leyes divinas lo prohíben. Esto se percibe
claramente en el famoso monólogo que comienza: “Ser o no ser…”.
En el
tercer acto, Hamlet tiene la oportunidad de llevar a cabo su venganza,
pero no lo hace y duda de nuevo. La indecisión es la causa de la
tragedia de Hamlet, su incapacidad de actuar cuando se requiere.
Otra
de sus grandes obras es Julio César, que, a pesar de ser a menudo
considerada como obra histórica, presenta muchos de los rasgos que
caracterizan la tragedia de Shakespeare.
Aunque la presencia de César
rige la historia, el personaje central es Bruto, hombre de gran
prestigio en Roma, lo que influye a Casio para escogerle como líder de
la conspiración contra César: si Bruto toma parte en el complot, todos
creerán que su muerte es necesaria para el bien de Roma.
Al igual que
en otras tragedias, la presencia de lo sobrenatural es un elemento
fundamental en la obra. Al final del cuarto acto, el fantasma de César
se aparece a Bruto y le anuncia que le verá de nuevo en Filipi, lo que
en realidad resulta ser la predicción de su muerte. También en otros
pasajes encontramos estos elementos recurrentes: cuando el adivino
previene a César de los idus de marzo, los temores de Calpurnia y sus
terribles sueños o la referencia sobre los pájaros en relación con los
presagios favorables o desfavorables.
También en algún momento surge
la cuestión de la casualidad en el desarrollo, pues algunas muertes que
tienen lugar al final de la obra parecen tener relación con el accidente
fortuito. Este es el de Sinna, el poeta; aunque no ha tenido nada que
ver con el asesinato de César, es atacado por la turba furiosa porque
tiene el mismo nombre que Sinna, el conspirador. Debemos tener en cuenta
que el concepto casualidad, ni para el mundo griego ni para el
contemporáneo de Shakespeare tenía un valor racional. Si bien es cierto
que hay diferencias entre la concepción filosófica en Grecia y la de la
sociedad de Shakespeare, el concepto de casualidad arbitraria no aparece
hasta el siglo XVIII y XIX.
La tragedia, al menos la conectada con
la tradición clásica, no se debe contemplar nunca como una mera
interacción de acontecimientos que desembocan en catástrofe. Esta sería
una lectura simplista y superficial, pues, como señala el concepto de
karma entre los hindúes, las causas, ya sean físicas o metafísicas, son a
su vez efectos de otras causas anteriores. Visto de esta forma, lo
casual solo lo sería en su forma aparente.
En cuanto al problema de
la libertad y el destino, Shakespeare es menos explícito en sus obras
que las tragedias clásicas, pero los conceptos griegos de Moira (hado,
destino), Hibris (exceso, pecado) y Diké (ley de justicia y
compensación) aparecen implícitos para entender la esencia de dicho
problema. La libertad y el destino conviven en la tragedia, estando
aquella condicionada por este.
El teatro de Shakespeare es,
básicamente, un teatro vitalista, quizás desprovisto en parte de esa
profundidad metafísica del teatro mistérico, pero sobrado de
sensibilidad para captar y reflejar hasta el último detalle de todos los
matices del hombre y su entorno, sus miserias y grandezas. Y todo ello
expresado en un lenguaje intuitivo basado en la claridad literaria, que
no procede del análisis metódico, abstracto y riguroso, sino de la
intuición que sabe penetrar y humanizar todas las cosas. En ello reside,
sobre todo, el valor atemporal de sus obras, que han sido reconocidas
en nuestro siglo XX como la más alta cima en la historia del teatro
europeo.