Translate

jueves, 7 de marzo de 2013

El Universo trágico de Shakespeare

Es indudable que la obra de Shakespeare y su enigmática personalidad continúan inalterables, como una esfinge cuyo misterio se resistiera a ser desvelado.

“Es una alta montaña con un volcán en la cumbre, pero con pulidas ciudades y cultivadas campiñas en la ladera… ¡Y, además, tan alegre!”
Muy de tarde en tarde la Humanidad se ve favorecida por la aparición de un ser excepcionalmente dotado para el arte, la virtud o el saber; y este chispazo providencial, producido en un cruce del espacio y el tiempo, puede trazar una parábola de luz a lo largo de la Historia.
Pero, como suele suceder con los grandes genios, las más brillantes alabanzas suelen ser precedidas por furibundas diatribas. En el caso de nuestro autor, el siglo XVIII, que se caracterizó por su extremada rigidez preceptiva, le criticó sus continuos “atropellos” a las unidades aristotélicas de acción, en tiempo y lugar. Posteriormente, en el siglo XIX, las críticas tomaron una dirección diferente. La moda del análisis, del racionalismo a ultranza, influyó para que Shakespeare, y también Homero, fueran sospechosos de no haber sido los auténticos autores de sus obras. Pero, aparte de estos y otros ataques, bastante ignorados hoy en día, es indudable que la obra de Shakespeare y su enigmática personalidad continúan inalterables, como una esfinge cuyo misterio se resistiera a ser desvelado. Este hecho, por otra parte, no hace sino confirmar el valor atemporal de su figura e indicarnos que los grandes genios serán siempre ensalzados o sepultados en la ignominia, pero nunca juzgados con plácida indiferencia.

Shakespeare y su época
En la Edad Media el término “tragedia” designaba un cambio dramático en la acción, un recorrido gradual desde la prosperidad hasta la desdicha, finalizando con la miseria y la muerte. En la época de la reina Elizabeth y Jacob I, una obra solamente requería un final desgraciado para ser considerada como tragedia. Pero, ante las obras de Shakespeare, advertimos una trasgresión de las reglas dramáticas de la época para conseguir una visión trágica que, aunque difiere en muchos aspectos del modelo griego, ha tenido una gran influencia en la civilización occidental.
La tragedia de Shakespeare es, a grandes rasgos, la historia de un personaje, el héroe. A veces son dos, el héroe y la heroína, aunque esto es más común en las tragedias que giran en torno al amor. La obra se desarrolla hasta llegar al punto culminante, que suele coincidir con la muerte del héroe, no una muerte repentina que ocurre por accidente, sino que esta es el resultado final en una espiral de sufrimientos y calamidades, elementos esenciales de la tragedia y generadores de emociones trágicas, tales como la compasión.
Para el hombre medieval, un brusco revés de fortuna en un hombre feliz, de elevada posición social, era un acontecimiento trágico que solía despertar un sentimiento de temor, pues implicaba que el hombre se hallaba en manos de un poder superior llamado Fortuna, que gobernaba su destino por completo. En este sentido se encuadran las tragedias de Shakespeare, que siempre afectan a individuos de relevancia social o política, como reyes, príncipes o aristócratas.
En relación con la acción como conflicto, podemos decir que, normalmente, implica a dos personas, siendo el héroe una de ellas. Hay un conflicto externo entre personas o grupos, pero también un conflicto de fuerzas en el interior del héroe, tales como el deseo, la pasión o la venganza. No son, por tanto, extremadamente virtuosos, pero sí seres excepcionales.
El mundo trágico de Shakespeare es un mundo de acción, y acción es el paso del pensamiento a la realidad. Los personajes siempre intentan llevar a cabo sus propias ideas, pero lo que consiguen finalmente no es lo que habían planeado. La acción humana es, por tanto, el elemento central de la tragedia, así como graves defectos que han hecho nido en la personalidad del héroe: indecisión, orgullo, simplicidad, ambición desmedida, etc. Estos serán, en conjunto, los elementos que funcionen como catalizadores y provoquen la catástrofe final.
Podemos tomar como ejemplo una de las tragedias más conocidas de Shakespeare: Hamlet, príncipe de Dinamarca. El tema principal de esta tragedia es la venganza de Hamlet por la muerte de su padre, el rey, cuando descubre, gracias a la aparición de un fantasma, que este ha sido asesinado por su tío Claudio.
El príncipe se siente ansioso por vengar a su padre y su locura fingida es parte de su plan, pero luego, empieza a pensar demasiado y a dudar sobre la veracidad de la aparición espectral. Más tarde, sus dudas empiezan a disiparse y es entonces cuando estalla un conflicto interno en el alma del héroe. Sus monólogos expresan su obligado silencio; su soledad es un ámbito abrumador y hostil. En el soliloquio que cierra el segundo acto, donde Hamlet ha preparado la representación de la muerte de Gonzalo, inspirada en la muerte de su propio padre, comprende que toda esa pantomima no es más que una forma de ocultar sus dudas; se insulta a sí mismo, se considera carente de voluntad. Reclama venganza, pero, al mismo tiempo, reconoce su indecisión, llegando a pensar en el suicidio, si no fuera porque, como él mismo advierte, las leyes divinas lo prohíben. Esto se percibe claramente en el famoso monólogo que comienza: “Ser o no ser…”.
En el tercer acto, Hamlet tiene la oportunidad de llevar a cabo su venganza, pero no lo hace y duda de nuevo. La indecisión es la causa de la tragedia de Hamlet, su incapacidad de actuar cuando se requiere.
Otra de sus grandes obras es Julio César, que, a pesar de ser a menudo considerada como obra histórica, presenta muchos de los rasgos que caracterizan la tragedia de Shakespeare.
Aunque la presencia de César rige la historia, el personaje central es Bruto, hombre de gran prestigio en Roma, lo que influye a Casio para escogerle como líder de la conspiración contra César: si Bruto toma parte en el complot, todos creerán que su muerte es necesaria para el bien de Roma.
Al igual que en otras tragedias, la presencia de lo sobrenatural es un elemento fundamental en la obra. Al final del cuarto acto, el fantasma de César se aparece a Bruto y le anuncia que le verá de nuevo en Filipi, lo que en realidad resulta ser la predicción de su muerte. También en otros pasajes encontramos estos elementos recurrentes: cuando el adivino previene a César de los idus de marzo, los temores de Calpurnia y sus terribles sueños o la referencia sobre los pájaros en relación con los presagios favorables o desfavorables.
También en algún momento surge la cuestión de la casualidad en el desarrollo, pues algunas muertes que tienen lugar al final de la obra parecen tener relación con el accidente fortuito. Este es el de Sinna, el poeta; aunque no ha tenido nada que ver con el asesinato de César, es atacado por la turba furiosa porque tiene el mismo nombre que Sinna, el conspirador. Debemos tener en cuenta que el concepto casualidad, ni para el mundo griego ni para el contemporáneo de Shakespeare tenía un valor racional. Si bien es cierto que hay diferencias entre la concepción filosófica en Grecia y la de la sociedad de Shakespeare, el concepto de casualidad arbitraria no aparece hasta el siglo XVIII y XIX.
La tragedia, al menos la conectada con la tradición clásica, no se debe contemplar nunca como una mera interacción de acontecimientos que desembocan en catástrofe. Esta sería una lectura simplista y superficial, pues, como señala el concepto de karma entre los hindúes, las causas, ya sean físicas o metafísicas, son a su vez efectos de otras causas anteriores. Visto de esta forma, lo casual solo lo sería en su forma aparente.
En cuanto al problema de la libertad y el destino, Shakespeare es menos explícito en sus obras que las tragedias clásicas, pero los conceptos griegos de Moira (hado, destino), Hibris (exceso, pecado) y Diké (ley de justicia y compensación) aparecen implícitos para entender la esencia de dicho problema. La libertad y el destino conviven en la tragedia, estando aquella condicionada por este.
El teatro de Shakespeare es, básicamente, un teatro vitalista, quizás desprovisto en parte de esa profundidad metafísica del teatro mistérico, pero sobrado de sensibilidad para captar y reflejar hasta el último detalle de todos los matices del hombre y su entorno, sus miserias y grandezas. Y todo ello expresado en un lenguaje intuitivo basado en la claridad literaria, que no procede del análisis metódico, abstracto y riguroso, sino de la intuición que sabe penetrar y humanizar todas las cosas. En ello reside, sobre todo, el valor atemporal de sus obras, que han sido reconocidas en nuestro siglo XX como la más alta cima en la historia del teatro europeo.